Pocas son las palabras que puedo utilizar para describir a alguien tan grande. Ella es esa persona que me ha apoyado en todo momento, quien se ha reído de las cosas que no entendía, y quien me regaña cuando hago las cosas mal. La culpable de mil sonrisas en los peores días, con quien olvidas los problemas. O mejor, con quien reírse de ellos. Es, probablemente, una de las personas que más me conoce en relativamente tan poco tiempo. Todo el mundo ha tenido un pasado, todos tenemos nuestros más y nuestros menos. Y quién le iba a decir a esa cría de seis o siete años que la niña que peor le caía de todas, la que discutía con ella a diario por los juguetes, se convertiría años después en una de sus mejores amigas. En esa pieza que completa el puzzle. Pensaréis que hemos madurado, que por eso nuestra amistad ha cambiado, por eso pasó de ser nula a ser irrompible. Pues no. De todo menos madurar, y es que si algo nos une es que nos negamos a crecer. Hay momentos para tener los pies en el suelo, pero dime, en los momentos insignificantes, ¿por qué portarte como alguien adulto? Crecer solo sirve para complicar las cosas, y al fin y al cabo, el futuro ya vendrá. Si los pequeños momentos se hacen grandes es gracias a la capacidad de acabar con todo en una tarde, de evadirse de lo malo, de soñar. O como vosotros lo llamaríais, de hacer el subnormal por la calle, de cantar a las tantas o de pegar saltos sin razón. ¿Normales? No. ¿Felices? No lo dudes.
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